El bicentenario de la desafortunada Constitución de Cádiz va llegando a su final, y coincidiendo con el día en que algunos celebran sin rubor desde sus poltronas a su último epígono, la más desafortunada aún Constitución del 6 de diciembre de 1978, me propongo añadir algo a lo que ya dije en otra ocasión siguiendo el pensamiento del ilustre Gaspar Melchor de Jovellanos. Para ello me basaré en algunas citas de la obra de Jesús E. Casariego, Jovellanos o el equilibrio (1934), aún cuando cite propiamente a Jovellanos y sus obras tal como las refiere dicho autor.
Como ya vimos, la postura de Jovellanos en las Cortes de Cádiz fue la de la reivindicación de las auténticas Cortes españolas tradicionales, como las defendió en ese momento Borrull; la de la monarquía tradicional, depurada de sus elementos absolutistas, de los cuales son verdaderos herederos los liberales, que recogen y transforman la idea absolutista de soberanía, que el tradicionalismo y con él Jovellanos rechazan. Como dirá Vicente Manterola en El espíritu carlista (1870), "si el absolutismo es sinónimo de despotismo, el sistema absolutista hallará su más implacable enemigo en el partido carlista. Porque el partido carlista es cristiano, y es pagano, esencialmente pagano, el absolutismo, como continuación del cesarismo antiguo". ¿No es el liberal impío Pío Baroja el que escribe César o nada? Cuando el poder político pierde sus fundamentos naturales y divinos acaba derivando necesariamente en una dualidad entre democracia y totalitarismo como caras de una misma moneda. El regeneracionismo español, de sesgo liberal progresista, krausista y defensor de la Institución Libre de Enseñanza desemboca en la nostalgia de un "cirujano de hierro" como una expresión más del voluntarismo y el soberanismo absolutista-liberal. La abstracción y el irracionalismo de la llamada "voluntad del pueblo", expresión de su supuesta soberanía, a fuerza de ser imposible y amorfa, acaba por ser considerada ineficaz por sus propios defensores, que finalmente reinvindican una figura autoritaria (realmente sin autoridad) que imponga algo de orden (realmente orden del desorden). En esa polaridad se mueve constantemente la democracia liberal, aún cuando no caiga en un sistema abiertamente dictatorial y totalitario; un caos autoritario en el que se pretende una neutralidad jurídica utópica constantemente rectificada por ejercicios de autoritarismo despótico.
Contra este estado de cosas se manifestaba Jovellanos al rechazar el constitucionalismo revolucionario, que de la nada, a la manera idealista y racionalista, quería fundar la comunidad política en un acto de la pura voluntad, como supuesta emanación del espíritu del pueblo. Frente a esto, Jovellanos reivindica la autoridad legítima del Rey y la constitución histórica de las Españas: "...oigo hablar mucho de hacer en las mismas Cortes una nueva Constitución, y aún de ejecutarla; y en eso sí que a mi juicio habrá mucho inconveniente y peligro. ¿Por ventura no tiene España su Constitución? Tiénela, sin duda; porque ¿qué otra cosa es una Constitución que el conjunto de leyes fundamentales que fijan el derecho del Soberano y de los súbditos y los medios saludables de preservar unos y otros? Y, ¿quién duda que España tiene estas leyes y las conoce? ¿Hay algunas que el despotismo haya atacado y destruido Restablézcanse. ¿Falta alguna medida saludable para asegurar la observancia de todas? Establézcase. Nuestra Constitución, entonces, se hallará hecha y merecerá ser envidiada por todos los pueblos de la tierra que amen la justicia, el orden, el sosiego público y la verdadera libertad, que no puede existir sin ellos. Tal será siempre en este punto mi dictamen sin que asienta jamás a otros que, so pretexto de reformas, tratan de alterar la esencia de la Constitución española" (Sevilla, 21 de mayo de 1809). En sus Diarios afirma también sobre la verdadera Constitución: "Es siempre la efectiva, la histórica, la que no nace en turbulentas asambleas, ni en un día de asonada, sino en largas edades, y fue lenta y trabajosamente educando la conciencia nacional, con el concurso de todos y para el bien de la comunidad; Constitución que puede reformarse y mejorarse, pero que nunca es lícito, ni conveniente, ni quizá posible destruir, so pena de un suicidio nacional peor que la misma anarquía. ¡Qué mayor locura que hacer una Constitución como quien hace un drama o una novela!".
En este sentido, J. E. Casariego afirma que "Jovellanos llamaba Constitución al conjunto de leyes y usos que habían ido creando y regulando los organismos públicos de las Monarquías españolas, desde los Códigos visigóticos hasta las Recopilaciones del Imperio, pasando por el tesoro doctrinal de las Partidas alfonsinas, la selva fecunda de nuestra legislación foral y la jurisprudencia de las Cortes y Consejos".
Jovellanos se opone además abiertamente a las doctrinas contractualistas que subyacen al constitucionalismo liberal, provenientes precisamente de Hobbes, el teorizador del absolutismo, cuyas doctrinas han reformulado pensadores liberales desde Locke, Rousseau y Kant hasta Rawls. "Su principal apoyo son ciertos derechos que atribuyen al hombre el estado de libertad e independencia natural... ¿cómo no se ha visto que tal estado es puramente ideal y quimérico y que el estado de sociedad es natural al hombre?" (Tratado teórico-práctico de enseñanza).
La lógica absolutista y liberal con su deriva totalitaria parte de un análisis catastrofista y antirrealista de un estado de caos pre-político para fundar lo político como estado de excepción y por ello a través del poder como pura fuerza y coacción externa. Destruidos los fundamentos de la sociabilidad natural, al estado de violencia natural se opone el estado de violencia política; aún cuando se pretende que para entrar en sociedad no se va a querer la violencia que se evitaba en estado de naturaleza, como quieren los contractualistas liberales desde Locke, se cae en la misma violencia. Locke considera en su Carta sobre la tolerancia que curiosamente, los católicos no deben ser tolerados. No es ninguna contradicción, sino que el discurso moderno de la tolerancia desemboca siempre en la imposición y la intolerancia efectiva para tratar de conservar su marco utópico. Esto desemboca en la idea de Kelsen, de que la democracia es incompatible con la creencia en ninguna verdad. La verdad no es "tolerante" en sentido liberal y moderno, porque excluye las proposiciones falsas y contradictorias con ella, así pues, tal tipo de tolerancia exige que la verdad sea pisoteada y desterrada. Nos encontramos de nuevo en el estado de tiranía y del voluntarismo feroz frente a toda justicia.
¿Cómo se funda entonces el poder político en esta tabula rasa? En un simple acto de voluntad, sin los límites del derecho natural ni del derecho divino y al margen de las leyes históricas y la tradición. ¿Y quién ejerce dicho acto? Cualesquiera que sentimentalmente se consideren unidos en su destino para fundar una comunidad política, como diría aquel señorito liberal llamado José Antonio Primo de Rivera, "una unidad de destino en lo universal". Por supuesto, nada impide que dentro de dicha comunidad o estado creado ex nihilo mediante un mero pacto social, se puedan formar otros estados ad infinitum. Todo esto es resultado del constitucionalismo liberal y su idea soberanista que combatió Jovellanos con esta firmeza: "Haciendo, pues, mi profesión de fe política diré que, según el Derecho público de España, la plenitud de la soberanía reside en el Monarca, y que ninguna parte ni porción de ella existe ni puede existir en otra persona o cuerpo fuera de ella. Que, por consiguiente, es una herejía política decir que una nación, cuya Constitución es completamente monárquica, es soberana, o atribuirle funciones de soberanía; y como ésta sea por su naturaleza indivisible, se sigue también que el Soberano mismo no puede despojarse ni puede ser privado de ninguna parte de ella en favor de otro ni de la nación misma" (Apéndice número XIII a la Memoria en defensa de la Junta Central).