miércoles, 22 de diciembre de 2010

Meditaciones de Santo Tomás de Aquino para el tiempo de Navidad



23 de diciembre

CUATRO UTILIDADES DE LA ENCARNACIÓN

Las utilidades de la Encarnación del Señor son cuatro.
1ª) Exaltación de la naturaleza humana. ¿Quién me dará, se lee en el Cantar de los Cantares, que te halle fuera? (VIII, 1.) La Glosa comenta así: dentro estaba el amado, cuando en el principio era el Verbo; fuera, cuando el Verbo se hizo carne. Para que te bese, es decir, para que te vea cara a cara, y te hable de boca a boca; y ya nadie me desprecie, la Glosa añade: después que vino Cristo infundiendo a los suyos el espíritu de libertad; entonces la Iglesia es honrada por los Ángeles. Por lo cual dijo el ángel a Juan que quería adorarlo: Guárdate, no lo hagas, porque yo siervo soy contigo (Apoc., XXII, 9). Y el Papa San León dice: Reconoce, oh cristiano, tu dignidad, y hecho partícipe de la naturaleza divina, no vuelvas a la antigua vileza con una vida degenerada.
2ª) Adopción de los hijos. Envió Dios a su Hijo para que recibiésemos la adopción de hijos (Gal., IV, 4, 5.) San Agustín dice: "El Hijo de Dios se hizo hijo del hombre para hacer a los hombres hijos de Dios." Y en otro lugar: "El hijo único hizo muchos hijos de Dios. Pues compró para sí a los hermanos con su propia sangre; reprobado, rehabilitó; vendido, redimió; injuriado, honró; ajusticiado, vivificó; sin duda alguna te dará sus bins el que no desdeñó recibir de ti males."
Debe advertirse que la filiación adoptiva es una especie de semejanza de la filiación natural. El Hijo de Dios procede naturalmente del Padre como Verbo intelectual, siendo uno con el Padre.
Ahora bien, la criatura es asimilada al Verbo eterno según la unidad que él tiene con el Padre, la cual se verifica por la gracia y la caridad. Por lo cual el Señor pide al Padre: Ruego que también sean ellos una cosa en nosotros, así como tú, Padre, en mí, y yo en tí (Joan., XVII, 21). Esta semejanza perfecciona la adopción porque de ese modo se debe la herencia a los asimilados.
3ª) Refección interna al alma. Dice San Agustín: "Para que el hombre comiese el pan de los Ángeles, se hizo hombre el creador de los Ángeles." Y San Bernardo: "El maná descendió del cielo, alégrense los hambrientos." Sobre las palabras del Evangelio: Echado en un pesebre (Luc., II, 12) dice la Glosa: para saciarnos con el trigo de su carne.
4ª) Acrecentamiento de la bienaventuranza. Quien por mí entrare, será salvo; y entrará, y saldrá, y hallará pastos (Joan., X, 9). Y San Agustín añade: "Dios se hizo hombre, para hacer bienaventurado al hombre, para que el hombre se entregase totalmente a Él, para que el hombre le diése todo su amor, y al verle en carne con los sentidos corporales, los sentidos del alma le vieran por la contemplación de la divinidad. Y aquí está todo el bien del hombre, ya entre, ya salga (que nazca o muera), encontrará pastos en su Creador; fuera, en la carne del Salvador; dentro, en la divinidad del Creador."

(De humanitate Christi.)


24 de diciembre

LA ENCARNACIÓN ES UN AUXILIO PARA EL HOMBRE QUE TIENDE A LA BIENAVENTURANZA

Si alguien considera diligente y piadosamente los misterios de la Encarnación, encontrará tanta profundidad de sabiduría, que sobrepasa todo conocimiento humano. Y ocurre que cuanto más medita en ellos con piedad, más razones admirables se descubren en este misterio.
Consideremos, pues, cómo la Encarnación de Dios es un auxilio eficacísimo para el hombre que tiende a la bienaventuranza.
1º) La perfecta bienaventuranza del hombre consiste en la visión inmediata de Dios. Pero esta visión podía parecer imposible a causa de la infinita distancia de las naturalezas. Mas por el hecho de que Dios ha querido unir a sí mismo la naturaleza humana, se demuestra evidentísimamente a los hombres que el hombre puede unirse a Dios por su inteligencia en una visión inmediata. Fue por lo tanto muy conveniente que Dios tomase la naturaleza humana para acrecentar la esperanza del hombre en la bienaventuranza. Por ello, después de la Encarnación, comenzaron los hombres a aspirar más intensamente a la bienaventuranza. Con razón se lee en San Juan: Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en más abundancia (Joan., X, 10.)
2º) Como la perfecta bienaventuranza consiste en un conocimiento tal de Dios que excede la capacidad de todo entendimiento creado, fue necesario que existiese en el hombre cierta anticipación de aquel conocimiento bienaventurado, lo cual tiene lugar ciertamente por la fe; mas es necesario que sea ciertísimo el conocimiento por el cual el hombre se dirige al último fin, porque es principio de todas las cosas que a ese último fin se enderezan.
Fue por consiguiente necesario que el hombre, para conseguir la certeza de la verdad de la fe, fuese instruído por el mismo Dios hecho hombre, a fin de que percibiese a la manera humana la instrucción divina. Y así vemos, después de la Encarnación de Cristo, que los hombres se instruyen con más claridad y certeza en el conocimiento divino, conforme a aquello de la Escritura: La tierra está llena de la ciencia del Señor. (Is., XI, 9.)
3º) Supuesto que la perfecta bienaventuranza consiste en el goce de Dios, fue necesario que el afecto del hombre se dispusiese al deseo de ese goce divino; así como vemos que en el hombre reside el deseo natural de la felicidad, y que el deseo del goce de alguna cosa es producido por el amor a dicha cosa, del mismo modo fue necesario llevar hacia el amor divino al hombre que se dirige a la bienaventuranza perfecta. Nada nos lleva tan intensamente a amar a alguno como la experiencia del amor que aquél nos profesa. Mas el amor de Dios al hombre no pudo mostrarse de modo más eficaz que habiendo querido unirse en persona al hombre. Porque es propio del amor unir al amante con el amado, en cuanto es posible. Fue por consiguiente necesario, al hombre que se dirige la bienaventuranza perfecta, que Dios se hiciese hombre.
Además, como la amistad consiste en cierta igualdad, no parece que puedan unirse en amistad seres que son muy desiguales. Pero para que fuese más familiar la amistad entre el hombre y Dios, fue conveniente que Dios se hiciese hombre, porque también el hombre es naturalmente amigo del hombre; y así, conociendo visiblemente a Dios, somos arrastrados al amor de lo invisible.
4º) Es evidente que la bienaventuranza es premio de la virtud; luego es conveniente se dispongan con las virtudes los que se dirigen a la bienaventuranza. A la virtud se nos incita con las palabras y los ejemplos; los ejemplos y las palabras de alguno tanto más eficazmente llevan a la virtud, cuanto se tiene una opinión más firme de la bondad de él; pero de la bondad de ningún puro hombre puede tenerse una opinión infalible, pues sabemos que aun varones santísimos han faltado en algunas cosas.
Luego fue necesario al hombre, para confirmarse en la virtud, que recibiese del Dios humanizado doctrina y ejemplos de virtud.

(Contra Gentiles, lib. 4, cap. 54.)


25 de diciembre

BENIGNIDAD Y UTILIDAD DE CRISTO AL NACER

I. Apareció la bondad del Salvador nuestro Dios, y su amor para con los hombres. (Tit., III, 4.)
Debe advertirse que Cristo nos mostró su benignidad por la comunicación de su divinidad, y su misericordia, tomando nuestra humanidad.
1º) Apareció la bondad. Comentando estas palabras, dice San Bernardo: "Apareció el poder de Dios en la creación de las cosas, su sabiduría en el gobierno de las mismas, pero su bondad se manifiesta principalmente en la humanidad. Porque es una gran prueba de bondad añadir a la humanidad el nombre de Dios."
2º) No por obras de justicia hubiésemos hecho nosotros, mas según su misericordia (Tit., III, 5). Por lo cual dice San Bernardo: "¿Qué prueba más clara de su misericordia que haber tomado la misma miseria? ¿Qué prueba más llena de piedad, que haberse hecho heno por nosotros el Verbo de Dios?" Por eso canta la Iglesia: Cristo redentor de todos, Hijo único del Padre.

II. De la utilidad de Cristo se dice en Isaías (IX, 6): Ha nacido un niño para nosotros, esto es, para utilidad nuestra. Cuatro son las utilidades del nacimiento de Cristo que podemos considerar en las cuatro cualidades de los niños: pureza, humidad, amabilidad y mansedumbre, la cuales se dan de modo excelentísimo en Jesús niño.
1º) Encontramos en él suma pureza, porque es candor de la luz eterna y espejo sin mancilla (Sap., VII, 26.)
Esa pureza se manifiesta en la concepción y en el parto virginal. Pues la incorrupción no pudo engendrar a la corrupción. Por lo cual dice Alcuino: "El creador de los hombres, para hacerse hombre y nacer del hombre, debió elegir una madre tal que supiera convenirle y serle agradable. Quiso, pues, que fuese virgen, para nacer sin mancha de una madre inmaculada y purificar la mancha de todos."
2º) Encontramos también en este niño suma humildad: Se anonadó a sí mismo (Phil., II, 7). Esta humildad, como dice San Bernardo, aparece en el establo, en los pañales que le envuelven y en el pesebre donde descansa.
3º) Hallámos en el niño la soberana amabilidad, porque es más hermoso que los hijos de los hombres, y aún que las milicias angélicas. Esta amabilidad es resultado de la unión de la divinidad con la humanidad. Por lo cual dice San Bernardo: "Es un espectáculo lleno de suavidad contemplar al hombre creador del hombre."
4º) Finalmente vemos en este niño la suprema mansedumbre, porque: es benigno y clemente, paciente y de mucha misericordia, y que se deja doblar sobre el mal (Joel., II, 13). Y San Bernardo dice: "Cristo es párvulo, y puede ser aplacado suavemente. ¿Quién ignora que el niño perdona fácilmente? Y si no tenemos pecado grave, podemos ser reconciliados con poco. He dicho con poco, pero no sin penitencia." Y así como se manifestó su bondad sobre toda esperanza, así podemos esperar también, más de lo que pensamos, parecida benevolencia de juicio.

(De Humanitate Christi.)


jueves, 9 de diciembre de 2010

Reflexiones sobre la filosofía española, por Vicente Marrero

El fragmento que reproduzco a continuación pertenece a una especie de interludio de una obra dedicada al gran tomista Santiago Ramírez O. P., en donde se dan algunas notas claves sobre la filosofía española en general y algunos de sus representantes, sobre todo de tiempos recientes. El autor es Vicente Marrero (1922-2000), escritor de tendencia tradicionalista, nacido en Gran Canaria, director de la revista Punta Europa y también autor de obras como Picasso y el toro, El Cristo de Unamuno, Ortega, filósofo "mondain", El padre Arintero y Ramiro de Maeztu.
Dicho fragmento pone de manifiesto la pervivencia de la polémica sobre la filosofía española, que se remonta a finales del siglo XVIII, en la cual defendieron nuestra ciencia autores como Juan Pablo Forner, Gumersindo Laverde y especialmente Menéndez Pelayo. Fue el prejuicio ilustrado el que hizo pensar a muchos en la inferioridad de nuestra filosofía, precisamente por su desprecio a la escolástica, que consideraron a priori como carente de valor. De esa manera, despreciando lo esencial del pensamiento español, lo que les quedaba no era sino algo insignificante, de lo cual deducían que España había carecido de verdaderos filósofos. Por supuesto, usando en su crítica un falso rasero de filosofía. Ciertamente, no ha habido en España un Kant, un Descartes, un Hegel o un Hume, pero eso no quiere decir que no haya habido verdadera filosofía, sino incluso más bien lo contrario. Ese carácter escolástico es el que ha dado a España las mayores glorias del pensamiento, con abundantes frutos y proyección en todos los saberes; una filosofía apegada a la realidad y con el mayor rigor sin caer en bizantinismos. Existe filosofía española, y de la mejor, pese a que los prejuicios de la Ilustración, originados por el protestantismo y perpetuados por el liberalismo moderno hayan querido ignorarlos. Como pequeña muestra de su carácter y su relevancia, vaya este fragmento de muestra.



"Sostiene
D. Adolfo Bonilla y San Martín, discípulo de Menéndez Pelayo, que "la única nota saliente que puede señalarse como distintiva de la dirección filosófica española es el realismo". Acepta esta tesis Martin Grabmann en su trabajo sobre El carácter y la importancia de la filosofía española a la luz de su desarrollo histórico. Tras una visión panorámica de nuestra filosofía, concluye:

"Esta visión sintética a través de la evolución histórica de la filosofía española confirma la tesis de A. Bonilla y San Martín de que la característica de esta filosofía es el realismo. Lo que se patentiza en el hecho de que la escolástica verdaderamente sana, y no la escolástica que se pierde en sutilezas, ha alcanzado en España, a través de los siglos, un puesto preponderante, y se ha puesto en contacto muy íntimo con la Literatura y el Arte. Como la escolástica medieval de San Alberto Magno y de Santo Tomás de Aquino llegó a obtener en el poema de Dante su expresión y forma poética, así también Calderón de la Barca es el mejor literato y poeta inmortal de la escolástica española en los tiempos del barroco. Precisamente en la escolástica española medieval y moderna tiene expresión clara la independencia y originalidad de la filosofía española, así como su carácter tradicional. Propiamente en España sólo la escolástica ha echado raíces firmes y hondas, mientras que otros sistemas filosóficos venidos de fuera --recuérdese simplemente el krausismo del siglo XIX-- se han extinguido".

En España nunca ha prosperado una corriente filosófica idealista. Cualquier otra caracterización filosófica al margen de lo que la escolástica significa para nosotros supone, la mayoría de las veces, un desenfoque de su verdadero espíritu.
En figuras, inclusive, que no tienen nada de escolásticas; es más, que son refractarias a este tipo de formación, se advierte una actitud que resulta difícil de explicar en otras latitudes. ¿Qué le hacía decir, por ejemplo, a Valera?:

"Soy harto inhábil para crearme un sistema; harto descreído y soberbio para adoptar el de otro; y tengo sobra de buena fe, si es que la buena puede ser nunca sobrada, para fingir un sistema del que no tenga entera certidumbre".

¿Qué secreta veta impulsaba a Clarín, nada sospechoso por sus vinculaciones ideológicas, a satirizar del modo que lo hizo en muchos de sus cuentos, entre otros en su célebre Zurita, cuando, después de investigar la Esencia del ser en uno mismo y concluir que no hay más que hechos, una vez consumida su juventud tras un vacío fantasma y de convertirse en un ser estrafalario, encuentra su único consuelo en haber terminado haciéndose famoso en toda la comarca por su manera magistral de guisar el pescado, lo que no deja de ser a sus ojos una norma de ética krausista...? Estos casos, por supuesto, no puden generalizarse. Pero son sintomáticos de algo que se halla muy dentro del alma española, independientemente de lo que nuestros "progresistas" denuncian como endeble actitud ante el Progreso. Algo que constantemente nos está diciendo, con soberana sensatez, que el mundo es mucho más misterioso de lo que puede parecer a ciertos boticarios. Ese algo no acertamos a explicárnoslo al margen de lo que explícita o implícitamente ha significado entre nosotros una muy arraigada y, las más de las veces, soterraña formación tan escolástica como realista, muy distinta de la caricatura con que, con tanta ignorancia como torcida intención, algunos la han querido ridiculizar.
No queremos decir con ello que en España constituya una mayoría consciente y aplastante los partidarios del Filósofo Rancio [P. Francisco Alvarado], uno de los primeros en plantar cara a las extrañas situaciones intelectuales desde que comenzaron a sembrarse entre nosotros. El que dejó clavada la célebre décima en la puerta de su celda al ser expulsado del Convento de San Pablo, de Sevilla:

Atar la pluma y la boca,
remachar más nuestros grillos,
gobernar sólo los pillos,
robarnos lo que nos toca,
barrenar la fuerte roca
de la fe y la religión,
doblar la contribución,
quitar la Iglesia y el Rey,
desbaratar nuestra ley:
esto es la Constitución.

No queremos decir tanto, aunque la tradición de quienes entre nosotros, desde los tiempos de las Cortes de Cádiz, se aproximan al modo de pensar del Filósofo Rancio --"el último de los escolásticos puros y al modo antiguo" (M. Pelayo)-- es mucho más rica de lo que se acostumbra a leer en una historiografía de impronta liberal, que es la que en España ha imperado durante mucho tiempo. Pero se equivocan quienes a estas alturas, a juzgar por lo que ahora se publica y se lee, verdadera invasión que repentinamente nos ha inundado desde todos los lados y en todos los terrenos, consideran que los españoles vivimos sólo de anticuerpos. Aunque sólo se le suponga valor, existe algo tan distinto como es el mismo cuerpo. Algo más sustancial y menos tornadizo.
Pensar así, no hay duda, es pensar ya en tradicionalista. Pero no se es tradicionalista por mera inclinación, sino porque no podemos sin más modificar nuestra propia personalidad. Y ésta, por muchos que se empeñen en negarlo, tiene sus fundamentos en nuestro pasado. Así, debemos ser tradicionalistas si es que de manera general se quiere ser algo, lo cual, entre quienes comparten este modo de pensar, constituye un lugar común.
Pero, acaso, ¿conocen su verdadera identidad quienes con tanta ligereza tienen fáciles tragaderas para todo lo que suene a crítica despectiva, cuando no demoledora de nuestro pasado? ¿Quién duda de que se han perfilado nuevas formas de lucha, junta a una corriente de crítica radical? Tantos denostadores con la repulsa global a flor de labios, constituidos en ombligos del mundo, creen, en el fondo, que nuestros antepasados fueron incapaces de acertar alguna vez con algo verdaderamente importante, y si, por casualidad, acertaron, ya hoy, carece de valor. Logros, adquisiciones de que se ufana el pensamiento humano, que si bien a veces ha costado largos siglos burilarlos, pueden, sin embargo, desmoronarse en muy breve tiempo. En realidad, ¿no se nutren estos denostadores, con frecuencia, de malas traducciones? ¿Se caracterizan por sus vivencias de una realidad inconfundible? ¿No están condenados a sembrar tempestades y a no echar raíces? Tanta indiscriminada, y a veces institucionalizada complacencia ante las negaciones más suicidas y mortificantes; tantas autoflagelaciones despiadadas que hoy se leen en algunos de nuestros diarios y publicaciones, obra singularmente de nuestra gente más jóven, sin duda, no se explican sin una anterior y muy considerable dosis de mentalización --término marxistoide--, de innegable procedencia intelectual. El remedio, para que lo sea de raíz, ha de ser también eminentemente intelectual, aunque el problema en sí no se agote en este campo, ni muchísimo menos.
A propósito de lo que nos es sustancial, podemos añadir que no ha sido España precisamente la última en el movimiento de restauración de la sabiduría escolástica en el mundo moderno. A ello se refería en 1896 D. Juan Manuel Ortí y Lara en su prólogo a la Filosofía cristiana, de Torre Isunza. Entre los principales precursores y propulsores españoles de este renacer en el pasado siglo, citaba a Balmes, al cardenal González y al P. Urráburu. Cada uno de ellos con su fisonomía peculiar. Influjo del cartesianismo y del sensismo inglés en el primero; pureza tomista, lograda entonces con más dificultad que ahora, en el segundo (la traducción al alemán de sus Estudios sobre la Filosofía de Santo Tomás aparecieron en 1864, quince años antes de la encíclica Aeterni Patris); Urráburu, por su parte, suele seguir las huellas de Lossada y de Suárez. Pero si estas figuras tienen cada cual una fisonomía muy diferente en el ámbito de la filosofía española, como ironiza Leopoldo Eulogio Palacios en su breve artículo España en la restauración del tomismo, "la repulsa o el silencio que les tributan los enemigos del catolicismo es buena muestra de la afinidad que les liga".
Ya en el siglo XX, entre otras muchas figuras que no citamos para no resultar prolijos, hay una que ha ejercido un influjo excepcional sobre los pensadores católicos de otros países: el dominico español, P. Norberto del Prado, profesor de la Universidad de Friburgo. La crítica empieza a fijarse en el mérito que supuso traer al primer plano de la discusión doctrinal temas entre los más fundamentales, que volvieron a retoñar pujantes con el calor de la vida nueva que él les dio en el terreno de la más elevada especulación filosófica y teológica. Inspiradas en su obra o al menos en estrecha vinculación con ella han aparecido otras muchas en los últimos treinta años: Le rôle de l'analogie en théologie dogmatique (1931), de Pinido; Das Wesen des Thomismus (1932), de Manser; La synthèse thomiste (1947), de Garrigou-Lagrange... Para vergüenza de los españoles quedan todavía algunos manuscritos del P. Norberto del Prado pendientes de publicación. De ello se lamentaba con frecuencia el P. Ramírez.
En la más científica de las publicaciones bibliográficas dedicadas al tomismo, la del Prof. de la Universidad suiza de Friburgo, P. Paul Wyser, O.P., aparecida en 1950 dentro de la colección Bibliographische Einführungen in das studium der Philosophie, dirigida por el P. Bochenski, O.P., las obras del P. Norberto del Prado y del P. Ramírez están señaladas con las máximas recomendaciones. Así, De veritate fundamentali philosophiae christianae (Friburgi. Helv. 1911) es calificada como Das grundlegende Werk, y los artículos que el P. Ramírez publicó en La Ciencia Tomista, en 1921 y 1922, como Die klassische neure Darstellung der thomischen Analogielehre. Con frecuencia encontramos la palabra hervorragend cuando se mencionan en tan prestigiosa publicación los trabajos de estos tomistas españoles. Mas es la Escolástica todavía --a diferencia de lo que ha sucedido y sucede con los restantes de nuestros movimientos intelectuales que se han desentendido de ella --la que explica lo que de dimensión universal y de actualísima vigencia existe en nuestro pensamiento. Nada similar se advierte, bien sea en el krausismo o en el orteguismo, en nuestros liberales o en nuestros marxistas...
(...) Los intentos realizados hasta ahora al margen de la Escolástica, para entender los grandes logros de nuestra vida cultural, han resultado más bien fallidos, precisamente por haber marginado tan formidable movimiento intelectual, insertado en lo más hondo de nuestra vida colectiva. Así, pese a las indicaciones unamunianas para entender nuestra mística, no hay, por ejemplo, ningún estudio serio sobre San Juan de la Cruz que no insista sobre su base escolástica. ¿Es necesario reproducir lo que Santa Teresa nos dice de su confesor Báñez, uno de nuestros tomistas más puros? Por otra parte, ¿no ha sido un fallo de nuestra crítica más cotizada, que Maeztu trató de subsanar, su actitud ante el pensamiento escolástico?...
Nos llevaría muy lejos, y ello exigiría una gruesa monografía, extendernos sobre el particular. Pues desde los confesores de los reyes, moralistas y tratadistas políticos, pasando por los Autos Sacramentales y el realismo y personalismo de nuestra vida literaria más cotizada, raro es el fenómeno saliente de nuestra vida cultural y espiritual que no guarde alguna relación importante con la formación escolástica. El esplendor de su cultivo coincide con nuestras más grandes efemérides históricas; su decadencia, con la nuestra".

(Marrero, V.: Santiago Ramírez, O. P. Su vida y su obra. Madrid, CSIC, 1971, pp. 155-161)