Es necesario recordar que Carlos Hugo perdió tristemente la legitimidad por sus desviaciones ideológicas y religiosas, por lo que Don Sixto Enrique de Borbón-Parma pasó a ser el sucesor legítimo a la Corona. Como en tantas cosas, el Concilio Vaticano II fue decisivo, ya que siendo el Carlismo el estandarte político del tradicionalismo católico español y por ello íntimamente ligado a la Iglesia, fue casi inevitable que no hubiera disensiones y rupturas internas ante la gran crisis conciliar.
Igual que la Iglesia iba a ser autodemolida (según la famosa expresión de Pablo VI) y ocupada por la nueva secta modernista “conciliar”, el que por legitimidad de origen era abanderado de la Tradición política de las Españas iba a deformar completamente el carlismo hasta convertirlo en su caricatura. Sin embargo, la Iglesia no puede ser dividida por ninguna voluntad humana, ya que el que traiciona la verdadera fe no hace más que ponerse a sí mismo fuera de su seno, quedando ésta siempre Una, Santa, Católica y Apostólica. De igual manera, el Príncipe que traiciona los fundamentos sagrados de la Monarquía tradicional no daña dicha institución, cuyos mecanismos han sido perfectamente pensados por los grandes filósofos y pensadores de la Cristiandad, sino que se daña a sí mismo privándose de la legitimidad heredada. No hay que olvidar que el carlismo en España no es una ideología, ni un partido, sino una comunión.
Así pues, alejado de los principios inmutables de tan noble y antigua institución, Carlos Hugo perdió dicha legitimidad, que vino a recaer en su hermano Don Sixto Enrique, que en primera fila de la lucha por la Tradición, fue el primero en dar su enhorabuena a Mons. Lefebvre tras las famosas consagraciones episcopales de 1988 en Ecône. Es pues deber de todo el mundo hispano y todavía católico, rendirle lealtad a su legítimo Rey y luchar por que pueda llegar a reinar; el resto de “alternativas” imaginadas por los católicos tradicionalistas no son más que parches liberales heredados de la triste practica política implantada de forma fatal desde León XIII y su llamado ralliement, la cual ha llevado a la rendición del catolicismo en el ámbito social ante los poderes revolucionarios establecidos. Siendo León XIII y sus sucesores hasta el Vaticano II, papas de feliz y gloriosa memoria, no supieron en la práctica lidiar con un enemigo tan sutil y perverso como el mundo liberal nacido de la Revolución Francesa, y lo que en ellos fue desafortunada práctica política, con los papas conciliares fue absoluta entrega y abrazo fraterno con los poderes anticristianos actuales.
Es hora de dejar las excusas y luchar por la integridad del orden cristiano, porque no es posible elegir primero unos imperativos de nuestra fe y después otros, según parezca favorable o conveniente dependiendo de la situación; ni tampoco son posibles medias tintas o excusas de cualquier tipo, porque ya hemos visto a dónde nos ha llevado esa actitud socialmente a los católicos. Y es preciso recordar especialmente una sentencia condenada por Pio IX en el Syllabus y que muchos parecen no recordar o tratan de evitar cuidadosamente: "LXIII. Negar la obediencia a los Príncipes legítimos, y lo que es más, rebelarse contra ellos, es cosa lícita". Es evidente que esta doctrina es inmutable y no progresa, aunque algunos que se llaman tradicionalistas piensen, a la manera progresista, que no es propio de estos tiempos…
No pueden olvidarse nunca nuestros deberes respecto a la sociedad y a la Patria, y al calor de la Iglesia ha nacido un orden social y unas sagradas instituciones que deben restaurarse si no queremos seguir en la tela de araña del liberalismo. La monarquía tradicional es la responsable de ese orden y la aglutinante de esas instituciones, y Don Sixto Enrique de Borbón es nuestro Rey.
El hombre y la institución (Lo que España necesita)
No es cosa fácil comprender la monarquía. Ni ahora que el nihilismo avanza como una marea que por momentos parece incontenible y nada digno de respeto encuentra a su paso. Ni antes cuando el racionalismo, por cierto nunca del todo arrumbado, podía talar enteros estratos de la naturaleza, también de la humana. Ni siquiera en tiempos en que sin desdoro de la razón podía fundarse el orden en armonía con lo divino y aun con lo mágico. Ernest Renan, en su libro sobre la reforma intelectual y moral en Francia, pudo escribir, así, que la monarquía hereditaria es una concepción política tan profunda que no está al alcance de todas las inteligencias.
Porque la monarquía es, sobre todo, una institución, arraigada en la tradición y que garantiza la continuidad por encima de los cambios de la voluntad de una generación. Una institución que conjuga unidad y pluralidad, unidad en la persona del rey y pluralidad en la ordenación de los cuerpos sociales que convergen en la Corona. Una institución que tiene por nota esencial la legitimidad, de origen, sí, asegurando la continuidad, de que acabamos de hablar, a través de la eliminación de la incertidumbre en la sucesión, pero también de ejercicio, dando cumplimiento al recto ejercicio de un poder que es respetuoso de las libertades, que por tanto no es puro arbitrio, sino ordenación prudente de lo que de suyo tiende para su perfección a un fin. Cuando la legitimidad de origen se desprende, como si de un fardo se tratase, de la de ejercicio, comienza a desangrarse la monarquía. Al igual que el recto gobierno se sublima cuando se inserta en la venerable sucesión de la monarquía legítima. Pero la monarquía, aun la ilegítima, aun su simple apariencia, como si de un disfraz se tratase, tiene tal virtud unitiva, cordial y moderadora que no deja de atraer con fuerza a los pueblos. Por eso, el profesor Frederick D. Wilhelmsen, a quien tanto marcó el conocimiento del carlismo, decía irónicamente de los ingleses que no merecían tener siquiera ese espectro de monarquía que mantienen. Algo similar podríamos aplicar a nuestro predio hispano.
El legitimismo nace para combatir la usurpación, que suele conducir al desgobierno. O para frenar el desgobierno que termina por minar las bases de la legítima continuidad tradicional. El carlismo nació de una protesta contra la suplantación de la legitimidad de origen, pero también contra la voluntad claramente manifestada por la usurpación de desmedular la constitución natural de unos pueblos. De modo que una y otra se alimentaron en su imbricación, como hicieron causa común la traición y la revolución. Y pese a las personas de sus reyes, mejores o peores, más o menos capaces y entregados, pero entre oscuridades o refulgentemente leales a su misión, el devenir de los acontecimientos, bélicos o políticos, fue cuajando en una doctrina que enlaza con lo mejor de nuestra tradición política, moral y religiosa, saltando las impurezas arrastradas en el curso histórico. Por eso, el carlismo, legitimismo borbónico, doctrinalmente se va haciendo habsbúrgico y de “español” enteco se desparrama en “hispánico”. Esa apertura a la hispanidad y esa rectificación de las coyunturas históricas dieciochescas e incluso decimonónicas, hace que progresivamente se haya ido depurando y purificando. En días cercanos a los nuestros, para muchos los nuestros, en la segunda mitad del siglo XX, se ha dado así la mejor teorización del pensamiento tradicional hispano –también algunas de sus más groseras deformaciones–, aun con la contrapartida de haberse perdido tanto la vivencia popular e institucional carlista. Pero en tal trayecto no sólo ha tenido culpa, por sus desaciertos o fallas, nuestra Comunión. Son los acontecimientos que han marcado una época de la historia de España y de la historia del mundo: desde el franquismo y su menesterosidad hasta el inaudito giro consolidado en el II Concilio Vaticano.
Pero la institución encarna en una persona. Y la monarquía requiere de un rey. Y el legitimismo precisa de un rey legítimo opuesto al usurpador. El carlismo sin rey es un absurdo que sólo cabe en quienes en su fondo último han abjurado del legitimismo, para quedarse en tradicionalismos abstractos que no pueden –y por eso, salvadas las loables inconsecuencias, suelen– sino desembocar a la postre en obediencias democristianas. La prolongación de un legitimismo que no logra acceder al poder y restaurar la legitimidad, tiende al folclorismo. Y pese a ello, entre nosotros, hasta las trágicas consecuencias del II Concilio Vaticano, coincidente en el tiempo con la traición de Don Carlos-Hugo, puede afirmarse la continuidad política eficaz de la adhesión a unos príncipes. Aun con cientos de grupos y grupúsculos, de escisiones y divisiones, y mediando incluso el agotamiento del tronco de la dinastía, con la necesidad de podar varias ramas. Y el Rey Don Javier de Borbón Parma reunió en su torno la lealtad secular. Como hoy debiera el carlismo seguir con afán a su hijo Don Sixto Enrique. Su reciente manifiesto, última cuenta de un rosario de actividad discreta pero sostenida al tiempo, lo prueba. Por su fidelidad a los principios de la tradición española tal y como los codificó el Rey Don Alfonso Carlos. Por su acertada visión de la coyuntura presente del mundo. Por su trayectoria al servicio de la causa de la Cristiandad y de la Hispanidad en particular. Don Sixto Enrique, hombre inteligente y culto, inquieto y viajero, firme en la tradición de la Iglesia de siempre y en la del legitimismo carlista. He ahí al hombre. El hombre que España necesita para que se prolongue la continuidad venerable de la monarquía tradicional. Legítima de origen y de ejercicio. Lo demás son discursos republicanos bajo protesta de monarquía. Paradoja semejante a la que en otros órdenes acompaña en bien conocidos ambientes a las cada vez más frecuentes prédicas conformistas de inconformismo y a alocuciones liberales de catolicismo “en la vida pública”. El carlismo tiene un signo bien neto: íntegramente legitimista y tradicionalista. El debilitamiento de sus notas constitutivas, consciente o involuntario, puede aparecer exigido por respetables opciones personales o simular que obedece a razonables exigencias del tiempo, pero en todo caso significa un nuevo camino. Buen viaje. Que lo siga quien lo desee. Pero que no se encubran los nuevos puertos cuyo abrigo se pretende. El carlismo no sólo cree que ante Dios no hay héroe anónimo; también ha sido siempre una milicia de soldados conocidos. Con un capitán que sabe quién es.