lunes, 7 de marzo de 2011

7 de marzo, Santo Tomás de Aquino




SEMBLANZA ESPIRITUAL de Santo Tomás de Aquino
por Santiago Ramírez, O.P.


Santo Tomás era de alta estatura —de 1,90 metros—, recto, grueso, de cabeza voluminosa y calva en la región frontal, bien proporcionada, de color trigueño, de porte distinguido y de una sensibilidad extraordinaria. Cualquier cambio atmosférico o de clima le afectaba, y era sumamente sensible al frío. Su figura prócer se destacaba grandemente entre todos los miembros de la comunidad.

Su inteligencia era rápida, profunda, equilibrada; prodigiosa su memoria; insaciable su curiosidad, y su laboriosidad no conocía descanso. Comprendía con facilidad cuanto leía u oía, y lo retenía fielmente en su memoria como en el mejor fichero. Se procuraba todas las novedades de librería. Sin olvidarse de las mejores ediciones o traducciones; y con ser tanto lo que leía, era muchísimo más lo que pensaba y meditaba.
Evitaba toda palabra y conversación inútil. A imitación de su padre Santo Domingo, no hablaba más que con Dios o de Dios. En el momento en que la conversación salía de esos temas, discreta y amablemente se retiraba. Su único recreo era pasear solo por el claustro o por la huerta del convento, derecho y con la cabeza levantada, elevados los ojos al cielo en profunda contemplación. Pero era al mismo tiempo sumamente afable y cortés en su trato; siempre sonriente y servicial para con todos.

Estaba adornado de las más excelsas virtudes. De una pureza angelical consigo mismo y con los demás —quoad se et quoad alios—, era sumamente recatado y recogido. Evitaba con sumo cuidado el trato y conversación con mujeres, y rarísima vez se lo veía fuera del convento. Bartolomé de Capua, que lo conoció durante largos años, no lo vio fuera del convento de Nápoles más que una sola vez, a la hora de vísperas, y otra vez en Capua; solamente la caridad o la obediencia le hacían dejar su amable retiro claustral.

Su sobriedad era extrema. No comía y bebía más que una sola vez al día —a mediodía—, y siempre en el refectorio común. No se preocupaba de lo que le ponían delante, y tenían que cuidar de que tomase algo, porque se distraía continuando las altas especulaciones de su celda. Fray Reginaldo de Priverno, su habitual y fiel compañero, tenía que hacer con él oficio de nodriza.
Fue muy amante de la pobreza. Cuando escribía la Suma contra Gentiles usaba unos cuadernillos de papel mediocre, aprovechándolos hasta la última línea y el último ángulo. Se contentaba con el hábito y el calzado más pobres. En su celda no se hallaba nada selecto superfluo ni selecto.

Su humildad fue verdaderamente extraordinaria. Jamás hablaba de sí mismo ni de la nobleza de su familia. Cuando se trató de hacerlo maestro y profesor de París, alegó humildemente su corta edad y sus pocas luces, siendo así que su talento y capacidad habían sobresalido sobre todos los demás durante su cargo de bachiller bíblico y sentenciario. En los ejercicios y disputas escolares, en que es tan fácil excederse, máxime en aquellos tiempos y en aquellas circunstancias críticas por que atravesaba la Universidad parisiense, jamás se le escapó un gesto arrogante ni una palabra despectiva o molesta para nadie, a pesar de habérsele molestado y atacado duramente en ciertas ocasiones, como en el altercado de Juan Peckham, o cuando los partidarios de Guillermo de Saint-Amour, capitaneados por el bedel de la facultad, irrumpieron en su clase vociferando como energúmenos y maltratando a sus estudiantes. Rehusó con energía y tenacidad toda clase de altos puestos y dignidades eclesiásticas, contento con ser siempre un pobre y humilde fraile, y despreciando todas las pompas y vanidades del mundo. Con ser un hombre tan célebre y admirado de muchos, jamás sintió el menor movimiento de vanidad ni de soberbia.
Grande fue también su paciencia en los trabajos y enfermedades. Nunca se quejaba de nada que le faltase ni de sus dolores. Los enfermeros estaban maravillados, sobre todo en su última, larga y penosa enfermedad. Lejos de quejarse o molestarles con impertinencias, les mostraba humildemente su profundo agradecimiento por los más pequeños servicios que le hacían. Y durante las luchas y reyertas de París, en que le atacaban a él por una y otra parte como a principal adversario, y a veces como si fuera un hereje, jamás salió de su boca la menor queja en público ni en privado. Era la misma calma y placidez en medio de la tormenta como lo fue literalmente durante una travesía por el golfo de Lyon.

Pero al mismo tiempo era intrépido y enérgico en defensa de la verdad, dando siempre la cara con ejemplar nobleza. Cuando los gerardinos, por un lado, y los averroístas, por otro, emplearon procedimientos demagógicos, llevando la discusión de difíciles y complejos teológicos y filosóficos ante el tribunal del pueblo ignorante o de petulantes jovenzuelos, Santo Tomás se encara con ellos, y los emplaza a discutir noblemente por escrito y ante los sabios, con armas legítimas y cara descubierta. Y ante la insolencia y arrogancia de ciertos teólogos que afirmaban a boca llena y sentenciaban quasi ex tripode que una creación ab eterno era intrínsecamente imposible, sin tolerar ni reconocer el menor derecho a la opinión contraria, el santo les advierte que el talento y la sabiduría no han comenzado ni terminado con ellos, sino que también otros son capaces de saber lo que traen entre manos.
La ejecución rápida, detallada, conforme a todas sus cláusulas y encomiendas, del testamento de su cuñado el conde Roger de Aquila, son una obra maestra de justicia; lo mismo que la respuesta pronta y equilibrada a la consulta del general Juan de Vercelli sobre ciento ocho proposiciones denunciadas de Pedro de Taransia.

Su prudencia era proverbial. Se le llamaba el prudentísimo fray Tomás, prudentissimus frater Thomas. La acreditó plenamente en las respuestas que daba a san Luis de Francia y las varias consultas que le hicieron los capítulos generales y el general Juan de Vercelli.
Para con los pobres y desvalidos tenía entrañas de madre. Los compadecía sinceramente y les ayudaba cuanto podía con limosnas y consejos.
A pesar de su continua abstracción y taciturnidad, era profundamente humano para con todos, especialmente para con sus hermanos y sobrinos, que tierna y sobrenaturalmente amaba. A su sobrina Francisca, condesa de Ceccano, le consiguió del rey Carlos I de Anjou un salvoconducto para que pudiera ir a tomar baños a Nápoles. Pero era un cariño viril y sin sensiblerías. Cuando ocurrió la muerte de su madre y de sus hermanos, nadie podía notar en su rostro y modo de conducirse la menor mudanza o conmoción: únicamente se limitaba a encomendarlos a Dios en sus oraciones y sacrificios, invitando a sus discípulos y hermanos en religión a que hiciesen otro tanto.

Su amistad era fiel, sincera, sacrificada, tierna. De ella dan testimonio el rector y los profesores de la Facultad de Artes de París en su célebre carta al capítulo general de Lyon. Y la que tuvo con su ayudante y compañero fray Reginaldo es de las más puras y conmovedoras que registra la historia. Sin quererlo, se viene a las mientes la que tuvo el divino Maestro con su discípulo amado.
Pero sobre todo era hombre de gran oración y contemplación. Los testigos del proceso de canonización repiten hasta la saciedad que fue «hombre de gran oración», «de gran contemplación y oración», «de gran contemplación», «de contemplación ejemplar», llamándole «hombre contemplativo y totalmente abstraído de las cosas terrestres hacia las celestes», «contemplativo de Dios..., desprendido de las cosas terrenas y atraído por las celestes o divinas, con los ojos casi continuamente elevados al cielo».
Era el primero en levantarse por la noche, e iba a postrarse ante el Santísimo Sacramento. Y cuando tocaban a maitines, antes de que formasen fila los religiosos para ir a coro, se volvía sigilosamente a su celda para que nadie lo notase. El Santísimo sacramento era su devoción favorita. Celebraba todos los días, a primera hora de la mañana, summo diluculo, luego oía otra misa o dos, a las que servía con frecuencia. El oficio que compuso para la festividad del Corpus Christi y el sermón que predicó ente el consistorio con motivo de su inauguración son de los más tierno, devoto y profundamente teológico que se conoce en la sagrada liturgia: quo devotius in Ecclesia Dei non dicitur nec cantatur.

El arte ha inmortalizado este aspecto de la vida de Santo Tomás. En el museo del Prado existe un cuadro de Rubens en el que se presenta una procesión del Santísimo Sacramento. Van delante San Gregorio Papa, San Agustín y San Ambrosio. Siguen detrás San Jerónimo y San Buenaventura. En el centro avanzan Santo Tomás y Santa Clara. Ella va a la derecha y lleva la custodia; él camina a su izquierda, explicando con rostro inflamado el gran misterio. Lleva un gran libro debajo de su brazo derecho y acciona con la mano izquierda. San Gregorio, San Agustín y San Ambrosio detienen su marcha para escucharle; San Jerónimo, meditabundo, consulta la Sagrada Escritura; y San Buenaventura eleva, extático, sus ojos al cielo.
Sobre la tumba del santo, en la iglesia de San Sernin, de Toulouse, se levanta una magnífica estatua suya. En la mano derecha tiene el Santísimo Sacramento; en la izquierda, una espada de fuego. Debajo está grabada esta inscripción: “Ex Evangelii solio Cherubinus Aquinas Vitalem ignito protegit ense cibum”.
Igualmente tenía una devoción tiernísima a la Santísima Virgen. En el autógrafo de la Suma contra Gentiles se encuentran las palabras Ave, María, diseminadas por los espacios marginales, como otras tantas jaculatorias que brotaban de su corazón. Y cuando quería probar una pluma, no se le ocurría otra cosa.

Estas dos devociones predilectas suyas a Jesús y a María han sido bellamente expresadas por Andrés Orcagna en un hermoso políptico que se conserva en la iglesia dominicana de Santa María Novella, de Florencia. La Virgen Santísima, con gesto maternal, presenta ante su divino Hijo a Santo Tomás, que, arrodillado, recibe del Redentor un libro abierto, en donde se lee: «Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos. Te di un corazón sabio e inteligente (Ap 5, 9; Re 3, 12)». Y al pie del cuadro, en una figura más pequeña se representa al santo arrobado en éxtasis celebrando la santa misa.
Se encomendaba también con frecuencia a los ángeles y a los santos. Todos los días, por muy ocupado que estuviese con sus lecciones o sus obras, leía un capítulo de las Colaciones, de Casiano, para mantener vivo en su corazón, como él decía, el fuego de la devoción y amor de Dios.

A todo esto se unía el don de lágrimas, que poseyó en grado eminente. Durante la misa, sobre todo al acercarse la comunión, sus ojos eran dos fuentes de lágrimas. Lo mismo ocurría cuando contemplaba la pasión y muerte de Jesucristo, que lo hacía con mucha frecuencia. Y al cantar en Completas, durante la Cuaresma, de 1273, la antífona No nos deseches en el tiempo de la vejez, cuando nos falte la fuerza no nos abandones, Señor, llamó la atención de los religiosos el mar de lágrimas en que estaba sumergido.
Y con ser tantas las virtudes que adornaban su alma desde su niñez, pues conservó intacta su inocencia bautismal, creció siempre sin interrupción en todas ellas hasta el fin de su vida. Como atestigua el dominico Conrado de Suessa, que lo conoció durante largos años en Nápoles, Roma y Orvieto, «progresaba siempre de bien en mejor, y crecía de virtud en virtud». Hermosa y exactamente dice el cardenal Pedro Roger, que después fue papa con el nombre de Clemente VI: «como resulta claro a quien contempla su vida, es como si todos sus miembros fuesen ejemplos de virtud: se leía su simplicidad en la vista; su benignidad en la cara; su humildad en el oído; su sobriedad en el gusto; en la lengua su verdad; en el olor su suavidad; en su tacto la integridad; en su andar la gravedad; en su gesto la honestidad; en su entendimiento la claridad; en su afecto la bondad; en su mente la santidad; en su corazón la caridad: en él la belleza de su cuerpo fue imagen de su mente y figura de su bondad».

Espíritu eminentemente contemplativo —miro modo contemplativus según frase de Tocco—, para él no había dualidad ni oposición entre la oración y el estudio, como no la había la acción y la contemplación: su estudio era oración, y su oración era estudio. Por eso estudiaba y oraba siempre, salvo un tiempo brevísimo que sacrificaba al sueño. Como dice bellamente A. Touron: «oraba como si nada tuviera que esperar de su trabajo, y trabajaba con la misma aplicación que si la oración no pudiera bastarle para llegar a la ciencia más perfecta». En los últimos años de su vida sobre todo, el estudio quedó absorbido por la oración, y ésta por su forma más alta y elevada, que es la pura contemplación. Sabiduría, caridad, paz: he ahí las tres notas dominantes y características de la vida espiritual de Santo Tomás, que monseñor Grabmann ha expuesto deliciosamente en su Das Seelenleben des hl. Thomas von Aquin. No faltaba más que quitar las amarras del cuerpo mortal para que su espíritu volase hasta la presencia inmediata de Dios, traduciendo la contemplación en visión facial y beatífica. Fue canonizado solemnemente en Aviñon por Juan XXII el 18 de julio de 1323.


Santiago M. Ramírez, O.P.,
Introducción a Tomás de Aquino, BAC, Madrid, 1975, pp. 74-88
*Reproducido del blog TOMISMO