"Eres tú el que has de venir,
o esperamos a otro?"
(San Mateo, cap. XI, V. 3.)
La prueba de que Santo Tomás no pasó es que hay que volver a él.Decimos esto porque todavía hay católicos que, admirando de buena fe la doctrina científica de Santo Tomás, ajenos a los tristes prejuicios y preocupaciones de los escritores antiescolásticos de los siglos XVII y XVIII y aun de comienzos del XIX, si creen que el Doctor Angélico fue un sabio, dado el estado de la ciencia en su época, que prestó grandes servicios en la crisis filosófica de su edad, no vacilan en asegurar que hoy en día no es cosa de resucitar, para valerse de ellos en el combate científico con la impiedad, ni la doctrina filosófica, ni el método escolástico, ni, por supuesto, el lenguaje técnico y abstracto del Ángel de las Escuelas.
Contribuyen a esta manera de ver las tímidas e incompletas defensas de los primeros apologistas del Santo, pasado el primer ímpetu de la barbarie cartesiana; las inexactas y deficientes restauraciones parciales de algunos puntos de su doctrina; el afán de crítica y de innovación, aun entre los católicos muy probados, y el deseo de oponer a los errores modernísimos algo modernísimo también, que no trascienda en modo alguna a tiempos mandados ya recoger, como curiosidades arqueológicas, en los archivos de la Historia.
Todo esto, a nuestro parecer, entraña errores muy graves sobre la doctrina y la misión de Santo Tomás y sobre el carácter y trascendencia de los errores contemporáneos.
Estos errores, vístanse como se quieran vestir, con todo género de arreos científicos modernistas, no son en su substancia filosófica otra cosa que errores añejos exhumados con gran aparato de novedad; y reducidos por la lógica a sus premisas metafísicas, salta a los ojos del concienzudo observador que sólo consisten en deficiencias de la filosofía, de la razón y de la lógica, o sea de la verdad científicamente demostrada.
Lejos, pues, de necesitar nuevas armas para ser vencidos en el terreno de la filosofía, lo que procede es aplicarles la regla inalterable y normal de la eterna sabiduría para poner en evidencia, dónde empiezan a flaquear, al apartarse de la recta (en lo que consiste su error), y cómo se corrige su falsedad, volviéndoles lógicamente al camino real en el punto en que lo abandonaron.
Si las doctrinas filosóficas fueran objeto adecuado a las veleidades de la moda, concebiríamos otro modo de proceder, al compás de como proceden los sofistas, que pasan con la más imperturbable seriedad, en pocos días de vagancia, del idealismo más subjetivo y quimérico al más grosero positivismo. Pero si la ciencia es la demostración por las causas, no se concibe otra variedad que la de la forma accidental de la exposición, y ésa por deficiencia intelectual del agente o ignorancia del instrumento de la exposición. La naturaleza propia de cada ciencia determina lógicamente por sí el procedimiento más propio. Al que propusiera explicar en verso la trigonometría, por razón de estar en moda la rima, sería cosa de mandarlo encerrar en el manicomio más próximo.
Por lo que hace a Santo Tomás, lo primero es considerarlo tal como es, tal como lo evidencia la Historia, tal como lo venera la Iglesia y tal como lo adora la Cristiandad. San Vicente Ferrer, el Ángel del Apocalípsis, el salvador de la humanidad en la más tremenda crisis de sus destinos, nos consignó la fórmula definitiva y total de su providencialísima misión: "Santo Tomás --nos dejó escrito el Taumaturgo insuperable-- fue enviado por Dios
pro hujus mundi illuminatione"
Y en esta obra que le reconoce la humanidad no se anduvo el Santo por las ramas: cogió al ente por la esencia, y por la existencia lo elevó a su más inalterable unidad; lo estudió en su mayor profundidad y grandeza; descendió, analizando todos los grados de su participación, a toda la escala de las realidades creadas, y, aprisionando el universo entre los polos inmutables de su Primera Causa y de Último Fin, nos fijó para siempre la maravillosa y sublime explicación de todas las armonías del ser destacándose luminosas sobre todas las deficiencias caóticas de la nada.
¿Qué hizo para esto Santo Tomás?
Casi nada, como quien dice: juntó en uno la luz divina de la razón con la luz celeste de la revelación y formó la antorcha inextinguible de la ciencia cristiana: con una mano recogió todo el tesoro de la tradición acendrado y depurado por ella; con la otra, todas las riquezas de la observación, de la indagación, del estudio, de la inducción, de la experiencia y el raciocinio, ordenándolas con lógica severidad y con artística grandeza, e, indiferente a todo estímulo de notoriedad, a toda tentación humana de vanagloria y a toda necia aspiración de originalidad, les dió la forma propia natural de las especulaciones científicas y lanzó al mundo
una doctrina que es la
expresión científica de la verdad y la fórmula insuperable de la sabiduría.
Esto fue lo que hizo Santo Tomás; y cuanto más se le mutila o se le niega, más claramente se confirma esta verdad innegable.
Si se encuentra en sus obras (v. gr.) algún sedimento de metal procedente de la mina de otros autores, lejos de acusar su penuria, su falta de originalidad o su plagio, se demuestra y se confirma más con ello que todo lo recogió, depurándolo, ordenándolo y organizándolo después, en el acerbo común de su unificada doctrina.
Si se le clasifica por razón del fondo o de la forma de su enseñanza como discípulo de Aristóteles, a pesar de su alto y profundo aprovechamiento de Platón y de las veces que corrige, interpreta y mejora al filósofo de Estagira, se proclama su altísima y serena compenetración con las eternas disposiciones de la sabiduría divina, que, si proveyó a la clásica antigüedad del
Sabio, del
Historiador, del
Poeta, como modelos ideales de cada disciplina en el mundo, no quiso dejar de proveerle del
Filósofo, poniéndole, no allá, entre las visiones intuitivas de la
Academia, ni entre las sistemáticas e implacables austeridades del
Pórtico, sino entre los análisis concienzudos, severos y comprensivos de la realidad, del Liceo, que constituyen el fondo y los procedimientos inalterables de la perenne filosofía de la verdad transcendental y de las leyes invariables del pensamiento.
Desde ese cauce imperecedero de la razón, por donde corre por ley constitutiva de la naturaleza intelectual el ancho y profundo río de la investigación filosófica, el filósofo de la Edad Cristiana y el teólogo de la Edad Moderna, recogiendo todas las aguas tributarias de la tradición, tanto gentílica como creyente; todos los datos de la realidad, interpelada por la observación y contrastados por la lógica; todas las enseñanzas de la razón, y todas las revelaciones del Cielo, construyó el inexpugnable Alcázar de la Escolástica, donde se firmó el testamento indestructible de la fe y la razón; ¡opulento y magnífico palacio de la verdad, en cuya torre del homenaje dan su guardia de honor las ciencias, y en cuyo centro alza su cúpula luminosa al cielo el templo vivo del Señor!
¡Ahí está, en pie, augusto, formidable, sereno, indestructible, ese monumento, desafiando las edades, los elementos, la saña implacable del mal y del error, como la pirámide del desierto, insumergible a las aguas de todos los diluvios de la impiedad, en todas las épocas de la Historia! ¡y cada vez más grande! ¡cada vez más firme! ¡cada vez más alto!
Por su frente volvieron a pasar todos los errores antiguos y todos los sistemas añejos, ataviados a la moda de las edades modernas, y todos le saludaron con el homenaje de su alabanza o su injuria, acreciendo su pedestal con los despojos de su ruina.
Por su frente pasaron las sutilezas de la herejía, las irreverencias del cisma, las seducciones del Renacimiento, las furias de la Protesta, las inepcias de la Enciclopedia, la petulancia cartesiana, las torpezas del sensualismo, las fantasmagorías del idealismo, el criticismo de Kant, el panlogismo de Hegel, el positivismo de Comte y el agnosticismo de Mill, y todo cuanto revuelve, teje y enmaraña la anarquía de la sofistería novísima en su afán de construir la Babel de las indisciplinas humanas, edificándola del revés, contra todas las leyes científicas, morales y matemáticas que rigen el arte de la construcción y la naturaleza propia del ser en todas las esferas de la actividad y en todos los órdenes de la vida.
Y lo más curioso del caso es que a cada nueva invasión, a cada nueva oleada de la barbarie científica, que por algo permite Dios que azote los cimientos de la verdad, la autoridad de Santo Tomás y de su doctrina se acrece, pues, arrollados por las aguas turbias del aluvión los sistemas espiritualistas incompletos, los idealismos fantásticos o los positivismos quiméricos, el espíritu, en busca de firme e inconmovible realidad a que asirse y en que sostenerse, se halla con la filosofía perenne de Santo Tomás, que, depurada y reconocida mejor entre los embates de las aguas del último asolador diluvio, se ofrece como el único sólido baluarte, como el arca santa, en fin, que únicamente sobrenada sin anegarse sobre las aguas desbordadas que se levantan con furor.
Así sucede hoy más que nunca. Santo Tomás, vencido el ataque de la ignorancia pseudoespiritualista, idealista y ecléctica, que le tachó de
sensualista en su sistema de conocimiento, y después de presenciar con lástima y compasión cómo estas escuelas, que se juzgaban imperecederas, se suicidaron impotentes, abdicando en una hora de vergonzosa cobardía en el seno del materialismo más sensualista y más grosero, como la evolución más legítima y más consecuente del mundo, se halla hoy enfrente del monismo materialista contemporáneo, al revés de como se hallaba hace poquísimos años enfrente del monismo idealista de los sistemas modernos. Entonces se le acusaba de sensualista, con menosprecio y compasión. Hoy se le acusa, con odio y con saña, de idealista! ¡Lo mismo da! ¡Y todo prueba lo parcial y lo incompleto y lo mudable del error en frente de la unidad íntegra, armónica, serena y completa de la verdad absoluta, que está permanente y fija y radiante como el sol en el centro mismo de las nubes que giran en torno de él haciendo gala y ostentación de la inconsistencia de sus tinieblas!
Porque este es el signo característico distintivo de la doctrina científica de Santo Tomás: la integridad de su unidad, la serenidad de su armonía, la inmortalidad de su realidad, la inalterabilidad de su forma. Parece como el reflejo de la inmutabilidad divina de la esencia del ser alumbrada por la perfección insuperable del celeste conocimiento. El tiempo se desliza y corre veloz a sus pies de bronce enclavados sobre el granito, como las ondas aceleradas de un río huye a precipitarse en el mar. El espacio se muda a su alrededor como una decoración de teatro, sin conmover la mole inmóvil de su masa, que se yergue impasible como el centro fijo de una circunferencia que circula con vertiginosa rapidez. Parece como la personificación escultórica de la verdad entre los simulacros y las sombras aparentes y fugaces de la mentira; y la voz que fluye incesante de sus labios de oro, dominando todos los ruidos de la pasión, del error y de la ignorancia tiene algo de la voz cristalina del manantial que brota inextinguible del seno marmóreo de la roca para apagar la sed de la multitud errante y peregrina de la humanidad, rendida y fatigada de sed, de cansancio y de calor en las interminables y ardientes arenas del desierto.
Por eso no parece que pueda pasar, que deje de alumbrar y de fluir sobre la humanidad, ávida de luz y de saber, de ciencia, de verdad y de vida, ese faro encendido por la providencia misericordiosa de Dios para que los espíritus más altivos, más exigentes, más severos, vean y palpen los senderos eternos de la verdad, los escalones de piedra que ascienden firmes y seguros, de razón en razón, hasta el vestíbulo del templo en que se vela, oculta entre los pliegues del misterio, la Excelsa Divinidad y a los rayos esplendorosos de cuya luz se distinguen ordenadas todas las cosas, como sujetos obedientes a la voz de su Señor, que las esparció por los ámbitos del universo, para reflejar la unidad en la multitud subyugada por los lazos celestes de la armonía. Tal parece la obra científica de Santo Tomás, y no es cosa de detenernos a exponer de nuevo los elogios sublimes que la tributó en este sentido la humanidad en lo que tiene de más grande, de más ilustre y de más culto.
Pero por si alguien se sintiese tentado a dudar si estos elogios, justos y merecidos en su tiempo y aun en épocas posteriores, pero ajenas a los adelantos y conocimientos de hoy, se le pueden seguir tributando, recordaremos solamente el carácter de imperecedero en cuestión que le atribuyen los más sabios contemporáneos en sus múltiples disciplinas. Todavía resuena en la Iglesia la voz augusta del gran Pontífice León XIII enseñándonos que "la doctrina de Santo Tomás es de una tal plenitud que abarca, a semejanza de un mar, toda la sabiduría de la antigüedad. Todo lo que ha sido dicho de verdadero o discutido sabiamente por los filósofos paganos, por los Padres y los Doctores de la Iglesia, por los hombres eminentes que florecieron antes que él, no solamente ha sido conocido a fondo por Santo Tomás, sino que ha sido acrecido, perfeccionado, dispuesto y ordenado por él, con una claridad tan perfecta de lenguaje, con un arte tan consumado en la discusión, con tal profundidad en los términos, que, si bien ha dejado a los que vengan en pos de él la facultad de imitarle, parece que les ha privado de toda posibilidad de sobrepujarlo".
"El vuelo del pensamiento humano --añade en otro lugar el mismo sabio Pontífice-- iba a levantarse tanto sobre las alas de Santo Tomás, que hay que desesperar de verle nunca subir ya más alto."
"A Santo Tomás --acaba de escribir un ilustre discípulo y hermano suyo, que ha consumido su vida en su estudio-- parece que Dios le había preparado todo, disponiéndolo a su alrededor, antes y después, para que su poderoso genio llevase a cabo la síntesis doctrinal definitiva en que vendrán a iluminarse hasta el fin todas las generaciones venideras." Y otro teólogo español, que ha profundizado en su doctrina como muy pocos hasta ahora, ha proclamado muy alto: "La filosofía de Santo Tomás atraviesa las edades con la majestad imponente de una sabiduría venida del cielo, porque ha acertado a imprimir a sus doctrinas un reflejo de la inmutabilidad misma de los pensamientos de Dios. Por lo cual sus enseñanzas no pasan, sino que permanecen siempre nuevas; no son opiniones de un día o teorías que reinan durante un siglo, sino afirmaciones dogmáticas que, cimentadas sobre principios universalísimos y de eterna verdad, sobrepujan en duración al tiempo y constituyen la doctrina de todos los siglos y la única a propósito para triunfar de los errores que van continuamente renaciendo." "El Doctor Angélico --concluye por fin León XIII-- vió las conclusiones filosóficas en las esencias y los principios mismos de las cosas, que son grandemente trascendentales y encierran como en su seno las semillas de casi infinitas verdades, que los maestros posteriores habían de desarrollar a su tiempo y con fruto abundantísimo. Habiendo empleado este medio de filosofar en la refutación de los errores, consiguió deshacer él solo los errores de los tiempos pasados y suministrar armas invencibles para refutar los que perpetuamente surgirían en los siglos venideros."
No es esto, sin duda, limitar el poder de Dios, ni marcar leyes a su generosidad y misericordia, ni negar el carácter progresivo de los descubrimientos de la ciencia y de la razón, es simplemente estudiar la economía de la admirable Providencia Divina y no menoscabar la grandeza y la fecundidad de sus dones.
Por profundas e irresistibles que se presenten y aparezcan las corrientes de la opinión impresionada e impresionable, no varía la naturaleza de las cosas. Podrá, y aun deberá, el político tener en cuenta sus fuerzas para encaminar su dirección; pero el filósofo especulativo, aun apreciándolas y teniéndolas en cuenta para orientar su conducta, no las puede por eso dar importancia científica que no tengan; y, sin negar nosotros la
finalidad que rige la divina permisión del mal; sin desconocer la
causalidad ocasional del error; sin olvidar el
oportet haeresses esse del Apóstol; sin poner en duda la entidad de los razonamientos sutiles, alambicados o deslumbrantes, y a pesar de los grandes males espirituales, materiales y sociales que han acarreado y acarrean los errores científicos, la verdad es que, limitándonos al puro campo de la especulación, al orden meramente lógico y ontológico, la supuesta sabiduría de los sistemas más célebres de la impiedad, enemigos de la perenne filosofía, no nos parecen más que una broma dada al sentido común de la humanidad por unos cuantos maleantes de oficio que se han expedido, en un momento de buen humor, patentes esplendorosas de sabios para embromar a la multitud.
Ya Humboldt, fatigado de lo cansado de la
chanza, hubo de llamar al
trascendentalismo alemán
"el carnaval de la ciencia alemana"; y si eso dijo de los juicios sintéticos de Kant, del subjetivismo de Fichte, de la identidad de Schelling, del
werden evolutivo de Hegel, ¡qué no hubiera podido decir del agnosticismo positivista de los
monismos contemporáneos, incluso del
psiquismo de Haekel, por ejemplo! ¡y todas esas fantasmagorías quiméricas con que insultan al sentido común y al sentido moral de la humanidad de los autores de esos nuevos
libros de caballería en que se hace gala de adornar sistemáticamente el
absurdo, poniendo siempre la
evidencia a sus pies, para erigir en dogma la infabilidad de la razón en su empeño de no dar nunca con la verdad!
El pensador filosófico que oyó con asombro a Descartes negar la inmutabilidad de las esencias metafísicas no puede ya asombrarse, sino reir, al ver negado el principio de causalidad, el principio de contradicción, los axiomas mismos matemáticos, la existencia misma de la razón, el testimonio de los hechos mismos de conciencia, para afirmar, tan gratuita como infaliblemente después, las hipótesis imposibles de una imaginación desenfrenada, incapaz de crear otra cosa que vestigíos que no aciertan a tenerse en pie, más allá de unas cuantas horas, en la mente de su propio autor, como toda esa divertida serie de fantasmas ridículos que constituyen la procesión de los descubrimientos científicos que enriquecen los cristales de la
linterna mágica de la
Filosofía del Porvenir.
Pase que no niegue nadie la trascendencia científica de estos errores, y, aun por eso, consideramos como un deber de polémica y de apologética su estudio y su cabal conocimiento; pero jamás alabaremos el valor substancial que quiere dárseles, aceptándolos como rumbos definitivos en la marcha progresiva del saber, de la razón y de la ciencia.
Uno de los errores más comunes es confundir lo accidental con lo substancial en las disciplinas humanas, y esto, que puede a veces no pasar de achaque venial en las disciplinas primarias. No hay cosa más común que escuchar el vano deseo de que Dios envíe un genio científico que haga con la filosofía de Kant lo que Santo Tomás hizo con la filosofía de Aristóteles, suponiendo que sólo por ser la filosofía reinante en las escuelas de la Edad Media la utilizó Santo Tomás, como sin duda hubiera hecho con la filosofía kantiana de haber vivido en la Moderna. Olvidan los que esto dicen que Aristóteles, sabio por virtud de una observación infatigable, lógico de una rigidez tan perfecta que descubrió y nos fijó sus leyes naturales, metafísico verdaderamente sin par, moralista ilustrado y político prudentísimo, aparece a los ojos de la humanidad como el genio más poderoso y más vasto, como el más equilibrado y más recto, como el más apto para forjar los caminos reales del saber y los alcázares magníficos de la verdad. Cristianizar a Aristóteles, como hizo Santo Tomás, fue utilizar los eternos fundamentos del conocimiento de la realidad para levantar sobre ellos los templos serenos de la sabiduría. ¿Cómo hubiera sido posible hacer esto mismo con Kant sin aniquilar toda su obra y sepultar bajo sus escombros el nombre y la gloria de Kant?
Se necesita ignorar los más sencillos elementos de filosofía y lo que son y significan estos dos nombres en su historia para dar por sentado como cosa corriente y sin dificultad fundar la ciencia racional y la teología cristiana, lo mismo sobre la lógica y la ontología aristotélicas, que sobre la crítica de la razón pura del sofista de Könisberg.
La filosofía de Aristóteles, con sus errores y todo, es una filosofía inmortal y eterna por su construcción sólida, imperecedera, admirable; la filosofía de Kant es el suicidio total de la razón, de la verdad y de la ciencia. La una fue un soberano don de la Providencia Divina; la otra fue tan sólo una permisión: la permisión del mal de la filosofía moderna, reproducción empeorada de la antigua sofistería.
No negamos nosotros ¡qué hemos de negar! que estas inundaciones periódicas de errores contrapuestos, desenterrados, que son ante la historia de las almas una calamidad y ante la historia de las ciencias una vergüenza, puedan ser causas ocasionales de progresos científicos ante la Historia total de la humanidad (lo que sin duda es la causa de su divina permisión); pero siempre se dió, se da y se dará seguramente el caso, para el concienzudo y estudioso pensador que observe atentamente el resultado de estas conmociones científicas, que cada ataque y cada golpe, por decirlo así, asestado contra la realidad del conocimiento científico de la doctrina tomista sólo ha dado por resultado, hasta ahora, el que se ostente con mayor relieve, a más luz, la plancha blindada que le protege contra los tiros del error. Este, no se puede negar, es un benéfico progreso ocasionado por el mal, que cae dentro de la doctrina tomista sobre su origen primitivo y sus resultados finales.
No es menester aducir ejemplos. Los hay variados: desde la doctrina substancial sobre la santificación de la Virgen hasta la doctrina transcendental de la identidad y distinción de la esencia y de la existencia; desde la tan discutida sobre la gracia eficaz y la premoción física hasta la tan mal interpretada de la participación de la luz increada en el entendimiento agente; desde los análisis psicológicos más acendrados a las teorías estéticas más acabadas. En realidad todo está en él; sólo faltaba estudiarlo, comprenderlo y hacerlo ver, y para esto es conveniente el error, oportet haeresses esse, lo volvemos a repetir. Hasta el modernismo exegético, que parecía tomar rumbos ajenos a la escolástica y hasta distintos de la controversia escrituraria del propio siglo XVI y aun de la escuela de Tubinga, ha repercutido en honra y gloria de Santo Tomás. Sólo con la doctrina filosófica y exegética de Santo Tomás se puede aniquilar el modernismo, forzándole a suicidarse impotente. Como el protestantismo clamaba en pleno siglo décimosexto: "
tolle Tomam et disipabo Ecclesiam Dei", así el modernismo, acorralado por la ciencia de Santo Tomás, tiene que humillarse, vencido, ante la férrea mano de la verdad de la doctrina grande, abierta, razonable y lógica de la crítica de la escolástica transcendental del Angel de las Escuelas.
Este espectáculo, que sólo nos permitimos indicar y que tanto se presta a desarrollos y pruebas de lucimiento erudito, pone el sello a esta gran verdad: "Santo Tomás no ha podido pasar; sólo volviendo a él se ciñen los laureles de la victoria en las controversias contemporáneas"
Y permítasenos saludar esta hermosa paz de la polémica reinante. Por una parte la noche no puede ser más obscura; las tinieblas no pueden espesarse más. El ateísmo ha llegado a su colmo, así como la insensatez del ignorante que lo afirma. La sociedad se disuelve, herida en su centro vital y en sus bases fundamentales por el error absoluto. El absurdo es la lógica de la impiedad; y la
Nada usurpa el solio del
Ser a se. Es verdad; pero por la otra, la filosofía perenne se ostenta lógica, completa y radiante; la teología reverbera íntegra, científica, esplendente; la ciencia ideal de la humanidad se identifica con el ser real en el seno divino del conocimiento. Enfrente de la Suma atea, agnóstica, positivista, anarquista de la impiedad se alza la Suma teista, espiritualista, cristiana del Catolicismo imperante. Ni les falta la ostentación de sus frutos más naturales. La sociología anarquista de la masonería mundial ha proclamado su ideal en Ferrer, deificado por el ateísmo imperante como su programa viviente en el credo de la destrucción social por el crimen contra sí mismo, contra el prójimo y contra Dios. La religión y la Iglesia siguen demostrando la aplicación viva de sus máximas en las Hermanitas de la Caridad, que dan sus vidas en los hospitales por los asesinos, que las pagan la sublime y heroica asistencia de sus propios hijos arrancándolas la vida en los deshonrosos martirios de la violencia brutal, secuestrándolas en las casas de prostitución y en la profanación, bestial y satánica a la vez, de sus cadáveres desenterrados. Verdaderamente, si los árboles han de conocerse por sus frutos, no se pueden evidencias mejor las consecuencias prácticas de ambas doctrinas. La Religión hace de los hombres ángeles. La impiedad hace, más aún que bestias a manera de hienas, demonios capaces de horrorizar al mismo Satanás en persona. El arcángel del mal, en los abismos de su profunda caída, ha conservado algo de angélico que le preserva de las inmundas perversidades del
Maestro de la Escuela Moderna.
En esta síntesis antitética de las tinieblas y de la luz, del bien y el mal, del error y de la verdad, de la deformidad y de la belleza; en una palabra, de la Nada y del Ser, recibe la doctrina y figura de Santo Tomás de Aquino en pleno ser toda la luz que ilumina toda la opulenta integridad de su organismo científico, desarrollado al calor de la llama de su inteligencia angelical, y es gozo supremo y soberano, por el que nunca podrmos rendir satisfactorias gracias a Dios, el que inunda las almas y los corazones cristianos, llamados por la voz generosa de Dios al espectáculo inenarrable de la una, íntegra, armónica y esplendente visión de la verdad evidente, lógica, dogmática, metafísica, artística y social, científicamente organizada, que despliega ante nuestros ojos arrobados la evolución serena y progresiva de sus soluciones satisfactorias.
Ante esta vista sí que se comprende bien lo que tiene de transcendentalmente definitivo la obra de Santo Tomás; entonces se ve bien lo que fue el sabio por antonomasia de la humanidad y lo que significa su depuración, su perfección y su desarrollo. Entonces sí que se aprecia todo el valor de los tesoros de la tradición, acarreados, cribados y fundidos en el crisol de la inteligencia y de la razón lógicamente dirigidas; entonces sí que brilla esplendorosa la luz divina del Verbo iluminador de la inteligencia de todo hombre que viene a este mundo; entonces sí que se mide todo el poder intuitivo del genio, toda la labor de la erudición, toda la colosal potencia del estudio, toda la transcendencia de la misión providencia, toda la economía del Cristianismo en la Cristiandad y en la Historia, toda la pujanza del grito de admiración y de amor de los Papas y los Concilios, de las Universidades y de las Ordenes, de los Sabios y de los Santos, de los Reyes y de los Pueblos ante la aparición del astro que se llamó El Sol de la Iglesia en los horizontes de la ciencia de la humanidad; y entonces sí que se comprenden en toda su transcendencia científica las hermosas palabras poéticas del gran orador de Nuestra Señora, exclamando en honor de Santo Tomás: "Príncipe, monje, discípulo, Santo Tomás podía subir al trono de la ciencia divina; subió, en efecto, y desde hace seis siglos que está sentado en él, la Providencia no le ha enviado sucesor ni rival. Ha quedado príncipe como había nacido, solitario como se había hecho, y sólo la cualidad de discípulo ha desaparecido en él, porque se ha convertido en el Maestro de todos."
Sí; si la ciencia es el conocimiento de la realidad; si la realidad y la inteligencia que la conoce se identifican por alta y soberana manera en el verbo mismo de Dios: si la luz intelectual es un reflejo de la luz divina del Verbo; si al esplendor clarísimo de esta luz se verifica el prodigio del conocimiento, los genios creados por Dios en servicio de la humanidad son los Maestros de la Ciencia; y si la historia de la Ciencia nos señala como Maestro Providencial al Filósofo por antonomasia en el mundo, que desentrañó como nadie la realidad y fijó definitivamente las leyes del conocimiento; el Sabio que sobre los eternos fundamentos de estas imperecederas disciplinas colocó la antorcha refulgente de la revelación y derramó la luz de la razón divina y humana, sabia y armónicamente combinadas, sobre todo el orden de la creación y sobre la misma naturaleza increada, ostentando a los esplendores clarísimos de esta luz la unidad íntegra, armónica y radiante del ser en todas sus varias manifestaciones, sin que los siglos, en su rápido desfilar por delante de este augusto monumento, hayan podido añadir ni mutilar nada lógico ni ontológico en él, nada demostrado ni revelado en el orden metafísico de sus enseñanzas, claro está que el poder creador del Altísimo no sufre límite a su poder; pero claro está también que su fuerza no crea nada por demás, y las necesidades científicas del presente y las que se auguran en el porvenir están muy lejos de agotar los rayos de vivísima luz que esplende el foco inextinguible de una doctrina vasta y profunda como los abismos del mar, elevada como las alturas del cielo, que se asienta firme sobre los inmutables cimientos de la tierra y que pone en manos del hombre el espejo clarísimo del conocimiento ideal, en que se retrata con todos sus primores la realidad a la luz celeste de la inteligencia.
Con razón y por algo la Cristiandad ha hecho suyas aquellas palabras de Santiago de Viterbo: "Creo firmemente que nuestro Salvador ha enviado a los fieles, para ilustrarlos y para iluminar a la Iglesia universal, primero, a San Pablo; después, a San Agustín, y por último, a Santo Tomás de Aquino; después del cual no creo que aparezca otro doctor semejante hasta el fin de los siglos."
Y si esto se pudo decir respecto a las más altas enseñanzas de la fe, repujadas por las demostraciones de la razón, cuando se abarca todo el orden intelectual filosófico, ha parecido poco las iluminaciones intuitivas de la inteligencia de las substancias separadas que constituyen el proceso de las visiones angélicas para ensalzar el entendimiento de Santo Tomás, y la humanidad, asombrada ante aquellas epifanías refulgentes de la verdad, brillando luminosas entre las espesas sombras de la noche de la ignorancia como entre las sagradas penumbras del tabernáculo en que se adora el Misterio, ha podido exclamar, con el genio cristiano de Pereire, estas formidables palabras, con que ponemos término a estos apuntes:
"Si el Verbo encarnado es el esplendor del Padre, me atrevo a decir que el gran Santo Tomás es el esplendor del Verbo encarnado."Con lo que dicho se está que no hay ocaso posible para este sol, que sólo puede ponerse en el horizonte de las inteligencias sumidas en las voluntarias tinieblas del error con que los hervores del corazón suelen empañar las serenidades del alma.
Alejandro PIDAL y MON.