lunes, 31 de octubre de 2011

El camino de Roma, de Hilaire Belloc

Recientemente ha aparecido una joya editorial de la que teníamos necesidad en el mundo de lengua hispana; una magnífica obra de Hilaire Belloc, quizá la mejor y la más querida por el propio autor, hasta ahora sólo disponible en una más pobre y mutilada traducción.

Se trata de El camino de Roma, publicada por Producciones Gaudete, donde la prosa bellociana fluye como un torrente entre anécdotas personales, descripciones y reflexiones aparentemente sencillas pero enjundiosas. La declaración de estilo queda clara desde bien pronto: "¡Escribid como sopla el viento y comandad a todas las palabras como si fuera un ejército!". No es una historia intimista, ni tampoco se aprecia ningún tipo de sentimentalismo, aunque nos sumerge en un vivencia profunda y vigorosa de la Fe y de una vieja cristiandad que impregnaba toda la sociedad. Este peculiar estilo y carácter de Belloc es descrito de manera muy acertada por el editor en estas líneas:

"En Belloc llama la atención su estar a gusto en el mundo, al menos en el mundo tal como nos fue legado por la vieja civilización cristiana, pero también en su aspecto de morada natural. En él no se respira ese desprecio del mundo que, erróneamente, algunos toman automáticamente por un anhelo de las cosas celestes. En él hallamos algo más próximo, menos artificioso y más desnudo, más afín a nuestro ser: el hecho de que el mundo es un lugar hermoso y terrible que amamos y del que, sin embargo, no ignoramos sus flaquezas y sus peligros. A una relación como ésta le sobreviene la fe como un don, pero también como un combate, pues sabemos que debemos gozar de este mundo como pasajero y en función de las exigencias del siguiente, mas eso no nos hace repudiarlo ni rechazarlo, sino que da una ternura doliente a nuestro viejo amor por la tierra, mientras buscamos el cielo"

Su forma de estar en el mundo nos transmite la alegría del cristiano que disfruta de los bienes legítimos que Dios nos ha dado, que se regocija en la paz espiritual que proporciona el orden de la vieja cristiandad, pues como expresa San Agustín, la paz no es otra cosa que la tranquilidad del orden, a diferencia del concepto negativo moderno, que supone que es únicamente la ausencia de violencia, fundamentalmente física, pues es la única que entiende el materialismo. Dicha paz espiritual no tiene nada de timorata y pusilánime, pues Belloc profesa una "devotio guerrera", en palabras otra vez del editor, que como refleja el fragmento que a continuación reproducimos, reivindica las viejas costumbres heredadas, como cazar, disfrutar de la buena bebida, cantar, bailar, navegar y trabajar con las propias manos. Y contra los absurdos y sinsabores de este mundo, el arma siempre eficaz de la ironía y el humor, que Belloc destila a raudales. De esta forma termina su hilarante prólogo: "Así que amémonos los unos a los otros y riámonos. El tiempo pasa y dentro de poco ya no reiremos. Entre tanto, la vida en común se hace difícil y gente muy seria nos está al acecho. Soportemos, pues, las cosas absurdas, pues tal cosa no es sino soportarnos mutuamente".




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Fragmento de "El camino de Roma", de Hilaire Belloc


En el siguiente pueblo descubrí que la misa ya había terminado, lo que con justicia me enojó, porque ¿qué es una peregrinación en la que un hombre no puede oir misa todas las mañanas? De cuantas cosas había leído de San Luis (y que me hacían lamentar no haberle conocido y hablado con él), la que más me complacía era su costumbre de oír misa diariamente cuando viajaba hacia el sur. Por qué eso me parece tan delicioso es cosa que no acierto a explicar. Una costumbre como ésa conlleva, desde luego, una gracia y una benigna influencia, pero no me refiero a eso, sino a la grata sensación de orden y de cosa bien hecha que acompaña al día que uno inicia asistiendo a misa. Es una sensación puramente humana y, hasta donde se me alcanza, del tipo de las que los frailes de la fundición hubieran calificado de "sentimiento carnal", pero que es fuente de continuo consuelo para mí. Que ellos sigan su camino y yo el mío.

Esa sensación de consuelo yo la atribuyo a cuatro causas (un poco más arriba acabo de decir que no acierto con una explicación, mas ¿qué importancia tiene?). Y esas causas son:

1) Que durante media hora, justo al inaugurarse el día, está uno silencioso y recogido, y tiene que poner a un lado cuidados, intereses y pasiones mientras repite un acto familiar. Esto es sin duda un gran beneficio para el cuerpo y sirve para darle tono.

2) Que la misa es un ritual minucioso y rápido. La función de todo ritual (como vemos en los juegos, convenciones sociales y demás) es aliviar la mente de tanta responsabilidad e iniciativas, como si se replegara en sí misma, haciendo que durante el tiempo que dura la ceremonia nuestra vida se fije en sí misma. Así se experimenta un singular reposo tras el cual estoy seguro de que uno es más apto para la acción y para el juicio.

3) Que lo que nos rodea en la misa nos inclina a pensamientos buenos y razonables, amortiguando durante ese rato la aspereza e inquietud de esa atareada perversidad que nos trabaja por dentro y que recibimos del prójimo, la cual es la verdadera fuente de todas las miserias humanas. De manera que el tiempo pasado en misa es como un breve descanso en el seno de una profunda y bien provista biblioteca, protegida de todo sonido del exterior y en la que uno se siente seguro contra todo el mundo exterior.

4) Y la causa más importante de ese sentimiento de satisfacción es que uno hace lo que el género humano ha hecho durante miles de años. Ésta es una cuestión de tanta trascendencia que me asombra que la gente apenas escuche hablar de ello. Para ser moderadamente felices (por supuesto, ningún hombre o mujer adultos puede realmente ser muy feliz durante demasiado tiempo, pero quiero decir razonablemente feliz) y, lo que es más importante, para la decencia y tranquilidad de nuestras almas, sabemos que habremos decumplir con cualquier cosa que haya sido sepultada en nuestra sangre por la costumbre inmemorial. Ésa es la razón por la que de vez en cuando deberíamos ir de caza, o al menos disparar sobre una diana; deberíamos tomar siempre algún tipo de bebida fermentada con nuestras comidas -con especial obligación en los días de fiesta-; deberíamos de tiempo en tiempo bañarnos en el mar o en el río y en ciertas ocasiones deberíamos danzar, lo mismo que deberíamos cantar a coro. Pues todas estas cosas el hombre las ha practicado desde que Dios lo puso en un jardín y por vez primera sus ojos se inquietaron por un alma. En este sentido, recientemente algún maestro o indignado o cualquier otra cosa -cuyo nombre he olvidado- dijo al menos algo muy inteligente: que todo hombre debería realizar algún trabajillo con sus propias manos.

Qué buena filosofía es ésta y cuánto más valdría que las personas ricas, en vez de gastar su influencia y dinero en ligas para promover tal o cual excepcional asunto, dedicasen su capital a la conversión de la clase media a la vida sencilla y a las tradiciones de la raza. Si yo tuviese poder me encargaría de que durante unos treinta años la gente pudiera seguir en todas las cosas sus instintos heredados cazando, bebiendo, cantando, bailando, navegando y cavando; y quienes se resistiesen serían obligados a ello por la fuerza.

Así que en la misa de la mañana uno hace todo lo que la raza necesita hacer y ha hecho durante todas las épocas en lo que a religión concierne. En la misa tenemos la zona separada y sacra, el altar, el sacerdote revestido, el ritual invariable, el idioma antiguo y jerárquico, y en fin todo cuanto la naturaleza humana pida a gritos en materia de adoración.



(HILAIRE BELLOC, El camino de Roma, Ed. Gaudete, pp. 47-48)