
¡Oh judíos que lleváis en las manos la lucerna de la ley para demostrar a los demás el camino y quedaros vosotros en tinieblas! Ved ahí que los Magos, primicias de los gentiles, ofrecen a Cristo sus dones, y no sólo el oro, el incienso y la mirra, sino también sus almas, y a vosotros repudia la iniquidad propia hasta el punto de haceros dementes para buscar con el fin de quitar la vida al que viene a libraros de las cadenas. ¿Qué os aprovechó el descubrir a Herodes el lugar de donde nacería Cristo? ¿Acaso no os perjudicasteis a vosotros mismos sin causar daño alguno a Cristo? Porque oyéndoos aquél decir dónde podía ser hallado Cristo nacido, mandó luego quitar la vida a los niños de vuestra gente. Herodes se ensaña para perder a uno entre muchos y degollando a muchos se hizo reo, sin alcanzar al hombre Dios a quien busca.
Grande es, oh Herodes, tu iniquidad; matas a los infantes y acumulas los testigos de tu maldad, y no encuentras a Cristo, porque todavía no ha llegado su hora de padecer. Ciertamente, sin hacer daño alguno a Cristo, eres su perseguidor convicto y reo de su muerte; pero haciendo muchos contra él, te perdiste a ti mismo. ¿Por qué temes a tal Rey, siendo así que viene a reinar de modo que no quiere excluirte? El que buscas es Rey de los reyes; si quisieras obtener seguro tu reino, le suplicarías que él mismo te diese el eterno. Reine Cristo del modo que vino a reinar; reciba a los que le creen, búrlese de los que le persiguen, haga a los que peleen, ayude a los que trabajan y corone a los que vencen.
(Lib. 4, de Symb. Ad Catech., c. 4)

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